lunes, 21 de marzo de 2011

Cuarenta horas


Sin quererlo ni el azar, el tenso y lánguido elástico se cortó
- no sé si lánguido o tenso cuando ocurrió, vi muy distraída -
convirtiéndonos en dos, nuevamente, quinientos días después.

Esta vez la daga de renuncia terminaba de perforar con la fuerza de tu puño,
sobre mi mano y ésta en la empuñadura,
frenando inesperadamente mi baile herido de voy y vuelvo,
en el fondo siempre liviano, confiado en tu devoción.

Seis horas después mis suspiros moribundos eran ecos de tus gritos de algún ayer.
Conmovida, sentí deseos de voltear, abrazarte hasta el fin y preguntar:
¿Qué esperanza, de tanto soñar, se nos ha dormido tan cansada, amor?...
Pero entre cenizas y eter, lo mejor era salir a caminar,
ojalá a dejar de oír tu tono indiferente e implacablemente convencido.

Más cerca de la vida que antaño, contuve,
te sufrí un purgatorio, implosioné y luego el arte juntó los pedazos.
Ya oirás.
Medio día después, a la hora de vivir, exhausta de tragedia,
me preparé a olvidar y dormir.

Veintiocho horas después volviste
y me encontraste y te encontré,
con el odio carcomiendo entre los dientes y el amor destilando de los labios.
El reflejo absurdo nos robó una sonrisa; discreto y enorme alivio,
cerrando con su luz
el negro telón
antes de las cuarenta y uno.

Como dolemos
es un misterio que acrecienta el sentir,
aún.

No hay comentarios: