sábado, 10 de julio de 2010

1992



Cuando tenía cinco años, tenía mamá, hace poco papá y no me preocupaba nada excepto tener un diente suelto porque sabía lo que venía. Vivíamos en la casa de la mamá de mi nuevo papá. Era una casa enorme, llena de cachureos y olía a viejo. Los niños del pasaje decían que estaba embrujada y no iban a buscar las pelotas que se les caían. El comedor crujía entero y la escalera más, pero lo tenebroso de verdad era una pintura de un payaso que había en el descanso de la escala, por Dios que cosa más fea. El baño era celeste y largo. Vez que iba tenía miedo de que abrieran la puerta mientras hacía pipí. Nunca me alcancé a ver en el espejo del lavamanos.

Con mi mamá y mi papá vivíamos en un anexo de la casa; era una cocina y una pieza donde dormíamos los tres. La primera conversación importante que recuerde, fue allí y con luz de lámpara. La tarde que Mónica y Roberto se casaron por el civil yo estaba en el jardín y no supe, me lo contaron en la noche junto con la extraña noticia de que ya no me iba a llamar más como me llamaba, cosa que olvidé y volví a recordar seis años después.

Los perros de la casa en que vivíamos, el Alí y la Kisi eran más grandes que yo y el ciruelo era veinte veces más grandes que ellos. El patio era gigantesco, había un parrón, una higuera, un auto muerto y un huerto también. Mi mamá me lavaba el pelo en una fuente azul sobre un tambor que guardaba la ropa de invierno. Yo la veía al revés mientras sonaba mi casette infantil.

Sobre una tabla jugaba a escribir con la punta de las peinetas o los palillos de lana, hasta que un día debió suceder que mamá atinó a pasarme un lápiz. Mi nuevo papá, siempre más atento que mamá por mis inquietudes, me fabricó una pizarra. El primer cuento que hice lo escribí en una servilleta y era acerca de un oso.

Era tan tranquila y callada que las visitas creían que era muda hasta que me reía. Me reía harto. No pescaba mucho los pocos juguetes que tenía, inventaba juegos en los que a veces incluía a mi mamá que era la más buena y bonita. Mi papá era el más inteligente y divertido. Me enseñaba canciones, trabalenguas, poesías y adivinanzas. Tenía una Canon con la que vivía sacándome fotos, de ahí que tenga millones de esta edad. En la noche me costaba mucho quedarme dormida, igual que ahora. El pan con huevo y tomate en la once era bacán, igual que ahora.

Hice el primero básico en un colegio que se llamaba Gabriela Mistral, en San Miguel y recuerdo que en el trayecto del primer día de clases ensayábamos con mamá el himno nacional en el colectivo. Cuando llegué a la formación de los cursos era la más alta del 1°B. Yo no sabía que era alta hasta ese día. Al poco tiempo de clases odiaba a mis compañeros, al punto de pedirle llorando a la profesora que no saliera de la sala, de verdad no quería conocerlos. Me costaba jugar con otros niños. Cuando me colapsaban, me dejaba perder y así podía irme. Eso sí, me gustaba un niño que se llamaba Matías; era muy blanco, tenía los dientes chiquititos y un lunar en la mejilla. Creo que nunca le hablé. Le escribí cartitas que no le di y que un día encontró mamá. Recuerdo ese momento como muy vergonzoso.

Un día la profesora Gladys no me dio permiso para ir al baño. Creo que estábamos a punto de empezar una prueba entonces seguramente creyó que era una excusa o no sé. Resignada me senté y obvio que me meé. La profesora le pedía disculpas a mi mamá después por no haberme creído mientras me vestía con una jardinera rosada de emergencia que había en el estante. Le decía entre risas nerviosas que el pipí escurría por toda la sala y que no terminaba jamás.

Me eligieron reina de ese curso y yo sin mis dos paletas, por lo que no salí sonriendo en ni una foto de esa ceremonia. El rey feo era el el Carlos, un niño que su mamá le contaba a la mía que se escondía debajo de la mesa cuando no quería hacer las tareas. Habían dos niñas que quisieron ser mis amigas cuando salí candidata; la Tamara y la Carla, las dos tenían los ojos celestes. Yo sabía que en realidad no me querían, así que no las dejé ser mis amigas.

De mi pasaje conocí a una sola niña, se llamaba Sarita y era la hija de la peluquera con el pelo más horrible. A la Sarita le gustaba jugar con más niños en la calle, a mí no, así que o iba a mi casa o no la veía. Una vez hicimos helados de papel lustre y queríamos salir a venderlos, o yo quería al menos. El día que nos fuimos de esa casa no le avisé ni me despedí, no se porqué.

1992 es el año que recuerdo con más nitidez de toda mi vida, creo que era bastante feliz.




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